Muerte en la tarde
Autor
Ernest Hemingway
Editora
Debolsillo
Tradução
Lola de Aguado
A escrita de Hemingway: A parte visível e a invisível do iceberg
“ … Cuando un autor escribe una novela tiene que crear gentes que vivan; gentes, no personajes. Un personaje es una caricatura. Si el autor puede hacer que vivan las gentes, es posible que en su libro no haya grandes personajes. Pero es posible que su libro quede como una totalidad, una entidad, una novela. Si las gentes que trae a cuento el escritor hablan en su vida diaria de los viejos maestros, de la música, de la pintura moderna, de la literatura o de la ciencia, tienen que hablar de esos temas en la novela. Pero si no hablan de todo eso y el escritor los hace hablar, es un impostor, y, si habla él por boca de esos personajes para revelar todo lo que sabe, es un vanidoso. Por perfecta que sea la frase o la comparación que haya encontrado, si la coloca donde no es absolutamente necesaria e irremplazable, estropea toda su obra por egotismo. Prosa es arquitectura, y no decoración interior, y la época del barroco está acabada. Para un escritor, poner sus propios ensueños intelectuales —que habrían podido vender a bajo precio en forma de ensayos— en boca de personajes artificialmente construidos, que son más provechosos cuando se los presenta como gentes verdaderas en una novela, es económicamente hábil, pero no es literatura. Los personajes de una novela tienen que ser, no caracteres hábilmente construidos, sino criaturas tomadas de la experiencia asimilada por el escritor, tomadas de su experiencia, de su cabeza y de su corazón, y de todo lo que nace de él. Con un poco de suerte y trabajando seriamente, si el autor consigue sacarlos enteramente de sí mismo, tendrán más de una dimensión y durarán mucho tiempo. Un buen escritor debe conocer todas las cosas lo más de cerca posible. Naturalmente, no lo conseguirá. Un gran autor parece que ha nacido conociéndolas. Pero no es así: ha nacido solamente con la aptitud para aprender más deprisa que los demás y sin que se empeñe en ello conscientemente, y con una inteligencia que le permite aceptar o rechazar lo que se le presenta como saber adquirido. Hay ciertas cosas que no se pueden aprender rápidamente, y para aprenderlas tenemos que pagarlas muy caras con nuestro tiempo, que es todo lo que poseemos. Estas son las cosas más sencillas, y, como hace falta toda una vida humana para conocerlas, el pequeño conocimiento nuevo que cada hombre extrae de la vida le resulta muy costoso, y es la única herencia que puede dejar. Toda novela verdaderamente escrita contribuye al total de conocimientos que quedan a disposición del escritor que le sigue; pero el escritor que le sigue tiene que pagar siempre con cierto porcentaje de su propia experiencia para poder entender y asimilar lo que le llega por derecho de nacimiento y que es para él punto de partida. Si un escritor en prosa conoce lo suficientemente bien aquello sobre lo que escribe, puede silenciar cosas que conoce, y el lector, si el escritor escribe con suficiente verdad, tendrá de estas cosas una impresión tan fuerte como si el escritor las hubiera expresado. La dignidad de movimientos de un iceberg se debe a que solamente un octavo de su masa aparece sobre el agua. Un escritor que omite ciertas cosas porque no las conoce, no hace más que dejar lagunas en lo que escribe. Un escritor que se da tan poca cuenta de la gravedad de su arte, que se inquieta por mostrar a las gentes que ha recibido una buena educación, que es culto o instruido, es, simplemente, un papagayo. Y acordaos también de esto: no hace falta confundir al escritor serio con el escritor solemne. Un escritor serio puede ser un halcón, un zopilote e incluso un papagayo; pero un escritor solemne no es nunca más que una condenada lechuza. “
El Greco, o rei dos maricas!
“ ... Un día, en París, hablando con una muchacha que escribía una biografía novelada del Greco, le dije:
—¿Lo presenta usted como un maricón?
—No —dijo ella—. ¿Por qué iba a hacerlo así?
—¿Ha visto usted alguna vez sus cuadros?
—Sí, claro que los he visto.
—¿Ha visto en alguna parte ejemplos más clásicos que los que él ha pintado? ¿Cree usted que es por accidente, o piensa que todos aquellos ciudadanos eran homosexuales? El único santo, que yo sepa, que ha sido universalmente pintado de esa forma es san Sebastián. El Greco los ha pintado a todos de la misma manera. Pero fíjese en sus cuadros. No se fíe de mi palabra.
—No había pensado en ello — replicó.
—Pues piénselo —le dije—, si va a escribir usted su vida.
—Es demasiado tarde —dijo ella—. El libro está ya acabado.
Velázquez creía en la pintura, en la indumentaria, en los perros, en los enanos y, una vez más, en la pintura. Goya no creía en la indumentaria, pero creía en los negros y en los grises, en el polvo y en la luz, en los lugares elevados dominando las llanuras, en la campiña que rodea a Madrid, en el movimiento, en sus propios cojones, en la pintura y en el grabado. Creía en lo que había visto, sentido, tocado, manoseado, olido, saboreado, bebido, montado, sufrido, vomitado, dormido, sospechado, observado, amado, deseado, temido, detestado, admirado, odiado y destruido. Naturalmente, ningún pintor ha sido capaz de pintar todo esto; pero Goya intentó hacerlo. El Greco creía en la ciudad de Toledo, en su situación y en su construcción, en algunas de las gentes que vivían allí. Creía en los azules, en los grises, en los verdes y en los amarillos, en los rojos, en el Espíritu Santo, en la comunión de los santos, en la pintura, en la vida después de la muerte, en la muerte después de la vida y en los homosexuales. Y, si es verdad que él fue uno de ellos, le corresponde redimir para su tribu el molesto exhibicionismo y la arrogancia moral de solterona marchita de un Gide, el libertinaje ocioso y afectado de Wilde, que traicionó a toda una generación, el asqueroso manoseo sentimental de un Whitman y de toda la remilgada alta burguesía. ¡Viva el Greco, el rey de los maricones! "